
El verano trae consigo días más largos, temperaturas suaves y, sobre todo, un ritmo diferente. Las prisas desaparecen, las rutinas se flexibilizan y las familias encuentran más tiempo para estar juntas. Este cambio de ritmo es una oportunidad valiosa para fortalecer vínculos, disfrutar y seguir acompañando el desarrollo de los niños y niñas desde un lugar mucho más relajado y natural.

Menos rutinas, más presencia
Durante el curso, las rutinas marcan el paso: despertarse temprano, colegio, actividades, terapias, deberes… El verano, en cambio, nos permite estar más presentes, sin la presión del reloj. Esta presencia es vital para el desarrollo emocional de los niños. Sentirse vistos, escuchados y acompañados en momentos tranquilos favorece su autoestima, seguridad emocional y vínculo de apego.
Dedicad momentos al día a estar simplemente con ellos. Puede ser una tarde de cuentos bajo la sombra, una conversación durante una caminata o jugar juntos a lo que ellos elijan. Lo importante no es lo que se haga, sino cómo se hace: con atención plena, sin distracciones.
También puede ser muy enriquecedor crear momentos de diálogo diario, como al finalizar el día, preguntando: “¿Qué ha sido lo que más te ha gustado hoy?” o “¿Cómo te sentiste cuando te metiste al agua?”. Estas preguntas sencillas fomentan la conciencia emocional y el lenguaje.
Jugar para crecer
El juego es el lenguaje natural de la infancia, y en verano se multiplica: más tiempo libre, menos obligaciones, espacios al aire libre… Todo se une para que el juego florezca. A través del juego, los niños exploran, comprenden el mundo, ponen en práctica habilidades cognitivas, desarrollan el lenguaje y gestionan emociones. Y lo mejor: el niño ni siquiera siente que está “trabajando”. Está disfrutando.
Este es un momento perfecto para fomentar el juego simbólico, jugando a ser cocineros, médicos o animales del bosque; para inventar historias con muñecos, construir cabañas con sábanas, o inventar circuitos con piedras y palos recogidos en un paseo. También lo es para los juegos de manos y canciones tradicionales, que estimulan el ritmo, la memoria, la coordinación y el lenguaje de forma divertida.
Otra idea es tener siempre a mano una “caja de juego libre”, con materiales no estructurados (telas, cucharas de madera, recipientes, pinzas, rollos de cartón…). Estos objetos cotidianos despiertan la imaginación y permiten crear sin límites.
Verano: tiempo para afianzar lo aprendido
El verano no es tiempo de nuevas exigencias, pero sí es ideal para afianzar aprendizajes del curso de manera natural. Por ejemplo, involucrar a los niños en actividades cotidianas como preparar una receta sencilla, poner la mesa o regar las plantas, no solo les hace sentir útiles y parte del grupo familiar, sino que les ayuda a trabajar funciones cognitivas como la planificación, la atención y la secuenciación. Además, estas interacciones diarias son una oportunidad continua para enriquecer el vocabulario, fomentar la expresión oral y aprender turnos conversacionales.
Del mismo modo, la mayor disponibilidad de tiempo favorece momentos espontáneos de lectura, juegos de mesa sencillos, adivinanzas o canciones, que refuerzan habilidades de lenguaje, atención y memoria de forma completamente lúdica.
También puede ser útil aprovechar el entorno para “jugar a contar” lo que se ve: contar pelotas en la piscina, identificar colores de flores o buscar objetos que empiecen por una letra determinada. Son juegos espontáneos que, sin sentirse como “ejercicios”, mantienen activas habilidades cognitivas esenciales.
Naturaleza y movimiento
El verano invita a salir: playa, parque, montaña, jardín… Cualquier entorno natural se convierte en un escenario de exploración sensorial. Caminar descalzos sobre el césped, jugar con agua, escalar pequeñas rocas, recoger conchas o construir castillos de arena son actividades que, además de divertidas, estimulan el desarrollo motor, la integración sensorial, el equilibrio y la coordinación.
Estos juegos, además, tienen un efecto regulador: ayudan a los niños a liberar energía, conectarse con su cuerpo y mejorar su autorregulación emocional, algo fundamental en la primera infancia. Y todo esto, simplemente… jugando.
Una recomendación sencilla es organizar circuitos sensoriales al aire libre: caminar sobre distintos materiales (piedras, césped, tierra, telas), pasar por debajo de cuerdas o trepar pequeñas estructuras. También puede incorporarse una “búsqueda del tesoro natural”, donde se recojan elementos de la naturaleza (hojas, palos, plumas) y se clasifiquen o se usen para crear collages naturales.
Pequeñas rutinas con sentido
Aunque el verano sea un tiempo sin horarios estrictos, mantener ciertas rutinas (como leer un cuento antes de dormir, cantar una canción para empezar el día o compartir siempre la merienda en familia) aporta seguridad, estructura y una sensación de continuidad. Estas pequeñas rutinas emocionales sostienen, calman y ayudan a los niños a ubicarse en el tiempo, a pesar del cambio de ritmo.
También son momentos perfectos para fomentar el lenguaje emocional, poniendo palabras a lo que sienten: “Hoy te veo muy contento”, “¿Estás cansado después de tanto correr?”, “Parece que eso te ha dado un poco de miedo…”. Estas pequeñas intervenciones ayudan a desarrollar la inteligencia emocional desde lo cotidiano.
Se pueden crear también rutinas propias del verano, como tener un “día de picnic” cada semana, hacer un mural con fotos o dibujos de lo vivido durante la semana, o preparar una canción especial para cantar antes de dormir solo durante las vacaciones. Estos pequeños gestos anclan recuerdos y fortalecen el vínculo.
En resumen: un verano con mirada consciente
El verano no tiene por qué ser un paréntesis en el desarrollo. Puede ser, con una mirada atenta y amorosa, un escenario ideal para crecer juntos, desde la conexión y la alegría. No se trata de planificar ni estructurar, sino de aprovechar lo cotidiano como oportunidad: el paseo, el juego, la conversación, la cocina, el baño, la siesta…
Desde la atención temprana, valoramos el juego, el vínculo y la experiencia como motores del desarrollo. Y el verano, con su ritmo especial, es terreno fértil para sembrar recuerdos, vínculos fuertes y aprendizajes significativos.
¡Feliz verano en familia!
Cristina de Miguel Blanco
Psicóloga y Neuropsicóloga Centro Altea
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